jueves, 9 de abril de 2009

Comentarios a las declaraciones de Antonia Muñoz




Manuel da Roura

En abril de 1931, la monarquía española cae y se desmorona. Para que se consumara el hecho, ni siquiera hizo falta un poderoso movimiento de masas o uno de los tantos golpes militares que desde cien años atrás eran el pan nuestro de cada día como instrumento eficaz para cambiar gobiernos. Bastaron unas elecciones municipales que la monarquía perdió para que el rey Alfonso XIII tuviera que salir pitando para Francia con el rabo entre las piernas.

La república burguesa, que sustituye a los Borbones, aprueba una Constitución en la que uno de sus primeros artículos impone la separación entre la Iglesia y el Estado. En la España católica, apostólica y romana a machamartillo, este artículo puesto en práctica inmediatamente, fue un golpe demoledor para las clases poderosas, entre las cuales se destacaban el latifundista, casi siempre con título nobiliario, los militares africanistas y, por supuesto, la Iglesia.

La España de aquellos tiempos venía soportando la carga económica de un excesivo personal eclesiástico. Entre el clero secular y el clero regular, se repartía buena parte del presupuesto nacional. De aquí, el anquilosamiento e incluso la no existencia de servicios sociales básicos y una industrialización aún no comenzada. Mientras, en cualquier otro de los países europeos, todo esto funcionaba normalmente, España arrastraba su degradante pobreza de siglos. Pobreza que la Iglesia agravaba por la escandalosa cantidad de parásitos a quienes mantener, por la voracidad de bienes raíces y, ¿por qué no?, por su capacidad de fascinación en los pueblos rurales y analfabetos.

Cinco años después, la inevitable coalición de latifundistas, militares y, sobre todo, la Iglesia dio al traste con la República española. La Iglesia jamás perdonó aquel artículo constitucional que la separaba legalmente del Estado.

Traigo esto a colación porque, leyendo las declaraciones de Antonia Muñoz en Últimas Noticias de fecha 7 de los corrientes, en donde pide reflexión a revolucionarios y opositores para “parar este tipo de cosas” y “aquí tiene que haber sinceración, etc.”, me hicieron recordar las declaraciones de monseñor Urosa el día anterior en la Plaza Caracas, donde, por enésima vez, descalificó al gobierno actual, a la Justicia que nos dimos y, en general, a todas las instituciones nacionales elegidas legal y libérrimamente por el pueblo venezolano. Entonces, amiga Muñoz, ¿con quiénes y cuándo nos reconciliamos?. No basta decirnos lo que tenemos que hacer, hay que meter el hombro y actuar. Usted, señora Antonia, ¿puede hacerlo?...¡Pues hágalo! Porque, ¿con quién vamos a hablar, si el interlocutor se pone un tapón en los oídos? , ¿qué le decimos a los viejos políticos y a sus herederos, que se pasan todo el santo día gritando: ¡Fuera!, ¡fuera!?. ¿A quiénes llamamos al diálogo, si los que se supone deben dialogar están en todo momento buscando las ONG norteamericanos para decirles lo malos que somos, gritando insultos en sus guarimbas, presentando reclamaciones pendejas ante el CNE, dando como no válidos fallos del Tribunal Supremo de Justicia, satanizando a la señora agente de policía de Mérida o angelizando al “politólogo” por la gracia de Dios, Nixon Moreno?. ¿Con quién dialogamos, señora Antonia?. Díganoslo, y salimos corriendo a buscarlo. ¿A dónde debemos acudir para conversar y conciliar, sin correr el riesgo de que nos traten de chusma?, ¿a dónde?.

Si en este mundo, las personas autorizadas por Dios para abrirnos las puertas del cielo, se han cerrado en banda y ni siquiera nos dejan un resquicio para gozarlo, aunque sea de lejos, ¿quién más puede ayudarnos?.

Señora Muñoz: Yo estoy en completo acuerdo con usted. Quiero paz y quiero concordia. Quiero darle un abrazo a Don Manuel Rosales y aun felicitarlo por el hermoso ganado que está engordando con el sudor de su frente. Deseo darle un apretón de manos al señor Federico Ravell y soportar todas las ofensas que me infiera tanto por boca propia como por pluma interpuesta. Pero. sobre todo, apreciada señora Antonia, quiero la bendición episcopal de los monseñores. La necesito, como el enfermo terminal necesita el bálsamo salvador que lo libre de las garras de la muerte.

Y así estamos, doñita: La oposición, tanto de aquí como de la Cochinchina, quiere y busca de manera persistente el poder perdido, el poder real, el poder del “mando y ordeno”, el poder que ofrece una chequera gorda e inacabable. Y nosotros los pata en el suelo, los tierrúos, les estorbamos en el noble deseo de tener y mandar. ¿Cómo piensa usted, amiga Antonia, que la oposición se acercará a nosotros con la mano extendida, si antes no hacemos las concesiones que ellos consideran obligantes?. ¿Cómo cree usted que ellos se van a sentar, ante una mesa conciliatoria, sin el previo acuerdo de recibir en propiedad la Venezuela entera? Visto lo que usted ha experimentado hasta ahora, ¿piensa que la oposición, en esencia y en presencia, desea, quiere y acepta compartir con nosotros, los miserables, este país tan rico en realidades y más rico aún en posibilidades...? No, señora Antonia, y las pruebas del terco rechazo hacia el pueblo las estamos viendo y palpando todos los días de Dios. Todos los días andan, danzando por aquí y por allá, diciendo que esto es negro cuando todos nosotros estamos viendo que esto es diáfanamente blanco. Andan por ahí a toda hora buscando cómplices en el extranjero, pagando oradores profesionales y contando con voz quejumbrosa las maldades intrínsecas de este nuestro gobierno. Señora Antonia: Usted, honestamente, se equivoca. Para dialogar hacen falta dos y, en este caso, por mucho que lo deseemos, en la mesa sólo está sentado un dialogante. Falta el otro.

Ahora bien, en cuanto a lo planteado al principio de este escrito, yo no puedo entender cómo este gobierno, vista la conducta pública, descaradamente agresiva y mendaz que adoptó la Iglesia, no se le retira todo pago, toda dádiva y todo subsidio. Ello, y así lo entiendo, constituye una debilidad peligrosísima y, lo mismo que la Iglesia española hace setenta años, estos monseñores han de procurar vengarse. Y ellos no son blandos. ¡Nunca lo fueron!. Sería también un milagro que rectificaran. Yo no creo en milagros.

Por eso, señora Muñoz, si bien es encomiable su deseo de acercamiento entre las dos partes en que está dividida la sociedad venezolana, no creo, y la experiencia adquirida en estos últimos años me da la razón, que haya posibilidad alguna de un acuerdo viable y honesto del gobierno con la oposición. En primer lugar, y como premisa fundamental, esta última tiene que reconocer como legítimo al gobierno que el voto nos dio... Después de diez años aún no lo hizo ni lo hará.

Prefiere que nos invadan, que nos bombardeen, que nos maten y estos deseos los expresa diariamente la Televisión y los periódicos privados. No verlo y no oírlo, señora Antonia, es de una candidez que asusta y desilusiona.

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