viernes, 13 de febrero de 2009

La iglesia católica de Venezuela


La Iglesia de Venezuela no quiere al pueblo.

Por Manuel da Roura.-

Esperábamos, vistas las especulaciones que las jerarquías eclesiásticas venezolanas hicieron sobre los hechos sucedidos en la sinagoga, que los monseñores Porras, Urosa, Luckert y algunos otros ofrecieran disculpas al presidente Chávez y al país, así como también las hicieran algunos judíos que abrieron la bocota a destiempo. Quien nos diría, hace algunos años, que las jerarquías católicas estuvieran a partir un piñón con los ricachones de San Bernardino.

De la prensa y de políticos de mentirijillas y lengua larga nada podía esperarse medianamente decente, pero, uno, por su atavismo religioso, espera siempre cierta ecuanimidad y honestidad por parte de obispos, arzobispos y asimilados. Así me enseñaron. Espero que estos señores, ¡tan respetables ellos!, hagan todos un acto de contrición y luego, como penitencia, se pongan a plantar papas. Háganse callos en las manos y disminuyan o eliminen los que tienen en la lengua. Gánense el diario sustento como cada hijo de vecino. ¡Trabajen, carajo!. Ya es hora de que se ganen decentemente lo que comen. Para ustedes debe finalizar el tiempo de decir necedades. Tienen que enseriarse e intentar hacer algo en beneficio de un pueblo que, se supone, es el suyo. El papel de parásito no puede ser grato al Dios que ustedes tanto nombran, tanto usan y tanto aprovechan.

El mayor daño que los conquistadores españoles hicieron a esta América fue la traída e introducción de una iglesia que, independientemente de su misteriosa parafernalia, impuso y bendijo la explotación del hombre por el hombre en su forma más torpe y salvaje. Iglesia que, si al principio pudo actuar con cierta mística y con pasión, pronto pasó a formar parte importantísima del aparato opresor. Y así sigue. A estas alturas, han perdido la vergüenza y hasta la dignidad con que venían encubriendo el engaño. Ahora, señores obispos y arzobispos, ha quedado en evidencia que el rey está desnudo. El ropaje de terciopelo con bordados de oro es sólo un disfraz que apesta a engaño y miseria moral.

Después de la Independencia, el blanquito peninsular se ve reemplazado por el blanquito criollo, gozando la herencia del que se marchó, o lo marcharon. La expulsión de los primeros origina inevitablemente el encumbramiento de los segundos. Hay un cambio: Nace Venezuela y desaparece España, pero, en lo interno, en lo íntimo, las cosas cambian notablemente. Queda el patriota ansioso de libertad y dignidad pero queda también el que se aprovecha de las circunstancias para apropiarse de las riquezas que los vencidos se ven obligados a dejar. Porque, si bien Venezuela pasa a ser la patria de todos los venezolanos, las tierras, las riquezas y el poder son apropiadas muchas veces no por el más honrado ni más patriota.

Lo que tampoco cambia, y es una lástima, es la Iglesia. La religión de los conquistadores sigue convertida en sucedáneo de necesidades espirituales no cubiertas, o cubiertas solo en parte por el sincretismo sumado a las ceremonias que la iglesia española había traído: La tontería explicada en lenguaje críptico, los milagros, adoraciones y rogativas a imágenes y objetos incomprensibles, trataron, y lo consiguieron, explicar lo inexplicable. Y ahí se asienta y se afirma toda una legislación opresiva que a unos hace parásitos y a otros esclavos. Porque la religión ha venido siendo en todas partes y en todo momento legitimación de ataduras en bien de los pocos y en mal de los muchos.

El conquistador español al marcharse, bien pudo llevarse de aquí, en sus galeras y galeones cargados de soldados vencidos, a todos los curas y a todos sus obispos. Porque fueron ellos y siguen siéndolo, el instrumento más eficaz de penetración y conquista. Más eficaz que el látigo, la espada y el cepo ha sido y sigue siendo la palabra sagrada, santa y bendita que impone el conformismo y la adaptación a un permanente estado de esclavitud y dependencia.

Se fueron los españoles pero dejaron aquí la semilla ideológico-religiosa que brota y se extiende permanentemente, intentando introducirse de manera suave o violenta, según los casos, para que las cosas sigan lo mismo que cuando ellos andaban por estas tierras. Quizás los fugitivos no pensaron eso, pero, adrede o no, y oyendo a estos obispos de ahora, comprobamos que en nombre de un Dios, extraordinariamente complicado, incomprensible y sobre todo parcializado, los pueblos aceptan su miseria en beneficio de unos pocos, incluyendo la alta iglesia, por supuesto.

El divorcio iglesia-pueblo venezolano es un hecho innegable, gracias quizás a la íntima relación de la primera con la parte más satisfecha de la sociedad. Esta alianza, centenaria aquí, milenaria allá, entre los poderosos y la correspondiente iglesia (que no necesariamente tiene que ser la católica) a partir de la inevitable asociación, jamás ha querido o ha podido cambiar sus objetivos: “Yo te defiendo, tú me bendices”. “Yo te hago copartícipe de bienes y riquezas, y tú convences al expoliado de que Dios está con nosotros”. Altar y trono, se decía aún en la España de principios del siglo XX. Este trono correspondería a todo un sistema social con rey, presidente o lo que fuere. Aquí ya no importaba si el mandatario de turno pecaba de imbecilidad o de ignorancia crónica. Lo único que importaba y sigue importando es vivir y gozar de todo lo que la vida ofrece a expensas de un tercero a quien las leyes del fuerte, aunadas a la no deseada condenación eterna le imponen el permanente sacrificio de su vida.

Por este sendero tan simple y tan inhumano caminaron históricamente nuestros sacerdotes del brazo de nuestras oligarquías. Los matices no borran el hecho crudo y descarnado de una explotación eterna y una humillación también eterna.
Bien es verdad que las clases superiores así como las clases bajas han venido cambiando con el paso de los años y de los siglos la nomenclatura: El señor feudal pasa a burgués, la Iglesia a Conferencia Episcopal y al esclavo lo hacen asalariado, obrero o trabajador según el caso, pero, en esencia, el puesto de la escala social no cambia, es el mismo: El de arriba pisa sobre el de abajo y lo convierte en peldaño. Y aquí no hay cambios. El tiempo, inevitablemente, modifica o moderniza las formas pero deja incólume la estructura social y política. A la escalera se le da una mano de pintura pero sigue siendo escalera. Quizás luzca más bonita, mas presentable, pero la estructura y el funcionamiento es el mismo.

Nosotros bien quisiéramos convivir con una iglesia honesta, humana y, en cierta manera, maestra y guía de nuestra vida espiritual. Sin embargo, ello no ha sido posible y creo que nunca lo será. La conducta inhumana y desdeñosa hacia el pueblo ¡su pueblo! Durante estos últimos años aumentó y la alianza con los opresores seculares de esta tierra nos señala claramente que en la Iglesia, en vez de sostén y apoyo, tenemos un enemigo declarado y absolutamente aborrecible.

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