domingo, 30 de septiembre de 2012

Metido en donde se hacen los milagros.

POSTAL CRUCERO NAVARRA. BARCO. NAVAL. MARINA. EDICIONES FRAGATA (Postales - Postales Temáticas - Barcos)

                        
  Por Manuel da Roura.


Feria del mar en Vigo.

Corría el año de 1943 o 1944, cosa que mi memoria, harto disminuida, no puede fijar, se celebró en Vigo la “Feria del Mar”. No sé si anterior o posteriormente se dieron en esa ciudad eventos parecidos y con el mismo nombre pero, en el que señalo, estuve yo. Formé parte de la parafernalia necesaria para que el acto, como se esperaba, luciera grandioso.

Por aquellos años, en uno de los muelles que bordean la ciudad de Vigo, estaba atracado el crucero “Navarra”, ya desarbolado, sin cañones, ni lanzatorpedos, ni nada que estorbara el libre paso por cubierta. Los sollados, además de dormitorios, los habían convertido en aulas. En fin, el crucero Navarra era una escuela para marineros de la Armada en las especialidades de electricidad y radiotelegrafía que, en espera del desguace prestaba su último servicio a la marina.

La feria del mar de la que vengo hablando contó con un desfile de barcos pesqueros a todo lo largo de la ría, con intención de rendir honores al Generalísimo Francisco Franco Bahamonde, quien, desde el puente del crucero “Navarra”, saludaría militarmente a todos y cada uno de los pesqueros que pasaran, mientras estos dejarían oír sus sirenas en honor a tan importante personaje.
Desconozco si la “Feria del Mar” incluía, además del desfile de barcos, cualquier otro evento, acto o ceremonia; aunque considero que el desfile marinero sería en aquel día lo más importante. Allí hubo una movilización de cientos de embarcaciones y quizás miles de pescadores, amén de la multitud que se aglomeraba a la orilla del mar desde Bouzas hasta muy adentro de la ría … Regreso a nuestro barco, el “Navarra”: Por aquellos tiempos la electrónica estaba en pañales y el mentado crucero, que posiblemente intervino en la guerra de Cuba, sólo contaba con un aparato a modo de gramófono que conectaba con unos altavoces colocados en diversos lugares del barco. El micrófono estaba en el puente. De allí salían las voces: “¡A formar!”; “¡Cabo guardia, preséntese inmediatamente en la oficina del comandante!”, etc., etc. Cuando se izaba o bajaba la bandera (amaneceres y atardeceres), un marinero se encargaba de colocar el disco del himno nacional en la base circular y el aparato, los cables y los altavoces desparramaban la música por el barco y aun más allá.

Por aquel tiempo el encargado de aquel gramófono (o como se llame) era yo. Un puesto no  muy honroso que digamos y que, por supuesto, no aportaba una sola peseta a mi bolsillo, harto flaco y desnutrido pero aquel cuarto solo para mí ofrecía ocasiones y tiempo para fajarme con la especialidad que estaba estudiando y leer, sin que nadie me incomodara, una que otra novelita romántica que compraba en un kiosco de la calle del Príncipe …Voy al cuento.

Serían las once de la mañana: La marinería del “Navarra” cubría candeleros en los dos costados del barco, babor y estribor. Algunos personajes (supongo que ministros o algo así) ocupaban parte del puente de mando, mezclados con uniformados casi todos de azul. Fuera del barco, al lado de la pasarela, el capitán de navío y comandante del “Navarra”, Don “No sé cuantos” (no recuerdo el nombre)  y otros oficiales esperaban la llegada del Caudillo y de su séquito.

Esperaba yo también desde mi cubículo, a través del ojo de buey a que el oficial de guardia diera tres timbrazos (era la señal) para poner en marcha la gramola, el gramófono, la “rokola” o como se llamara aquella cosa. Ya el disco estaba colocado en su lugar y bastaba mover una palanquita para que empezara a girar y todos los altavoces del barco lanzarían al espacio las gloriosas notas del himno nacional.

Es conveniente aclarar algunas cosas, porque, de otra manera, no se entenderá bien lo que quiero decir en este escrito: El cubículo o pequeño camarote donde se habían colocado los aparatos de sonido de los que yo estaba a cargo quedaba a un metro, poco más o menos, de la borda y como esta sobresalía medio metro del muelle, la pasarela por la que caminarían los visitantes quedaba toda ella a la vista de quienes, como yo, se encontraban abajo.
De pronto, sonó una corneta tocando “¡atención!” Luego la nota corta del “¡ya!”... “¡Firme todo el mundo!”, militares y civiles, aunque estos con menos marcialidad. Yo, pegado al aparato, esperaba. Por fin el “¡pi-pi-pi!”, muevo la palanca, el disco comienza a girar y, ¡oh Dios!, allá fuera se oye glorioso y salvador, el himno. Respiré fuerte tratando de tranquilizarme. Me fui acercando al ventanillo y… miré: Allí, a unos cuatro o cinco metros de donde yo estaba, vi al Caudillo de España que cruzaba la pasarela y entraba en el barco. Unos pasos más atrás Doña Carmen Polo de Franco, más alta que su esposo, pasó también. Luego, (el “luego” es el que me lleva a escribir toda esta cantidad de pendejadas) pasó Carmencita. Pasó Carmencita Franco Polo, hija única de Francisco Franco.

Yo vi cuando Carmencita pasó un poco más allá y más arriba de mi cabeza: Vestido blanco y con falda ancha hasta la rodilla. Pasó la Carmencita de los hermosos quince o dieciséis años, ¡no sé! . De pronto uno de esos soplos o “resollos” de viento que tanto se dan en Galicia, cruzó la pasarela y levantó la falda de Carmencita, dejando todo su hermoso piernero a la vista de los Silvas maleducados que no saben cerrar los ojos cuando deben. ¡Dios mío! : Blancas y regordetas, ¡hermosas!, ¡divinas! y, como diría cualquier pendejo, “las piernas que me recomendó el médico”.

La niña, avergonzadísima, se bajó la falda procurando cubrir las desnudeces y chillando un poco, por cierto. El marino que caminaba tras ella no hizo ni un gesto, ni un movimiento para ayudarla. En aquellos tiempos uno no estaba claro de cómo se batía el cobre en las alturas.

Después que Carmencita entró en el barco, yo seguí con las narices pegadas al ventanillo… “¡Carajo! “ Pensé: “Qué estoy haciendo?” Si alguien me ve aquí, sabrá que miré lo que no debía”. Me aparté del mirador y me senté, recordando las piernas de Carmencita. Carmencita Franco, luego marquesa de Villaverde, jamás pensó, supuso o soñó que un galleguiño de la costa, la vio en pantaletas. A veces los milagros se dan, y yo estuve siempre metido en donde se hacen los milagros… Demasiadas veces y no siempre gratas.     
     



(Wikipedia)

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