Por Manuel da Roura.
Feria del mar en Vigo.
Corría el año de 1943 o 1944, cosa que mi memoria, harto
disminuida, no puede fijar, se celebró en Vigo la “Feria del Mar”. No sé si
anterior o posteriormente se dieron en esa ciudad eventos parecidos y con el
mismo nombre pero, en el que señalo, estuve yo. Formé parte de la parafernalia
necesaria para que el acto, como se esperaba, luciera grandioso.
Por aquellos años, en uno de los muelles que bordean la
ciudad de Vigo, estaba atracado el crucero “Navarra”, ya desarbolado, sin
cañones, ni lanzatorpedos, ni nada que estorbara el libre paso por cubierta.
Los sollados, además de dormitorios, los habían convertido en aulas. En fin, el
crucero Navarra era una escuela para marineros de la Armada en las
especialidades de electricidad y radiotelegrafía que, en espera del desguace
prestaba su último servicio a la marina.
La feria del mar de la que vengo hablando contó con un
desfile de barcos pesqueros a todo lo largo de la ría, con intención de rendir
honores al Generalísimo Francisco Franco Bahamonde, quien, desde el puente del
crucero “Navarra”, saludaría militarmente a todos y cada uno de los pesqueros
que pasaran, mientras estos dejarían oír sus sirenas en honor a tan importante
personaje.
Desconozco si la “Feria del Mar” incluía, además del desfile
de barcos, cualquier otro evento, acto o ceremonia; aunque considero que el
desfile marinero sería en aquel día lo más importante. Allí hubo una
movilización de cientos de embarcaciones y quizás miles de pescadores, amén de
la multitud que se aglomeraba a la orilla del mar desde Bouzas hasta muy
adentro de la ría … Regreso a nuestro barco, el “Navarra”: Por aquellos tiempos
la electrónica estaba en pañales y el mentado crucero, que posiblemente intervino
en la guerra de Cuba, sólo contaba con un aparato a modo de gramófono que conectaba
con unos altavoces colocados en diversos lugares del barco. El micrófono estaba
en el puente. De allí salían las voces: “¡A formar!”; “¡Cabo guardia,
preséntese inmediatamente en la oficina del comandante!”, etc., etc. Cuando se
izaba o bajaba la bandera (amaneceres y atardeceres), un marinero se encargaba
de colocar el disco del himno nacional en la base circular y el aparato, los
cables y los altavoces desparramaban la música por el barco y aun más allá.
Por aquel tiempo el encargado de aquel gramófono (o como se
llame) era yo. Un puesto no muy honroso
que digamos y que, por supuesto, no aportaba una sola peseta a mi bolsillo,
harto flaco y desnutrido pero aquel cuarto solo para mí ofrecía ocasiones y
tiempo para fajarme con la especialidad que estaba estudiando y leer, sin que
nadie me incomodara, una que otra novelita romántica que compraba en un kiosco
de la calle del Príncipe …Voy al cuento.
Serían las once de la mañana: La marinería del “Navarra”
cubría candeleros en los dos costados del barco, babor y estribor. Algunos
personajes (supongo que ministros o algo así) ocupaban parte del puente de
mando, mezclados con uniformados casi todos de azul. Fuera del barco, al lado
de la pasarela, el capitán de navío y comandante del “Navarra”, Don “No sé cuantos”
(no recuerdo el nombre) y otros
oficiales esperaban la llegada del Caudillo y de su séquito.
Esperaba yo también desde mi cubículo, a través del ojo de
buey a que el oficial de guardia diera tres timbrazos (era la señal) para poner
en marcha la gramola, el gramófono, la “rokola” o como se llamara aquella cosa.
Ya el disco estaba colocado en su lugar y bastaba mover una palanquita para que
empezara a girar y todos los altavoces del barco lanzarían al espacio las
gloriosas notas del himno nacional.
Es conveniente aclarar algunas cosas, porque, de otra manera,
no se entenderá bien lo que quiero decir en este escrito: El cubículo o pequeño
camarote donde se habían colocado los aparatos de sonido de los que yo estaba a
cargo quedaba a un metro, poco más o menos, de la borda y como esta sobresalía
medio metro del muelle, la pasarela por la que caminarían los visitantes
quedaba toda ella a la vista de quienes, como yo, se encontraban abajo.
De pronto, sonó una corneta tocando “¡atención!” Luego la
nota corta del “¡ya!”... “¡Firme todo el mundo!”, militares y civiles, aunque
estos con menos marcialidad. Yo, pegado al aparato, esperaba. Por fin el “¡pi-pi-pi!”,
muevo la palanca, el disco comienza a girar y, ¡oh Dios!, allá fuera se oye
glorioso y salvador, el himno. Respiré fuerte tratando de tranquilizarme. Me
fui acercando al ventanillo y… miré: Allí, a unos cuatro o cinco metros de
donde yo estaba, vi al Caudillo de España que cruzaba la pasarela y entraba en
el barco. Unos pasos más atrás Doña Carmen Polo de Franco, más alta que su
esposo, pasó también. Luego, (el “luego” es el que me lleva a escribir toda
esta cantidad de pendejadas) pasó Carmencita. Pasó Carmencita Franco Polo, hija
única de Francisco Franco.
Yo vi cuando Carmencita pasó un poco más allá y más arriba
de mi cabeza: Vestido blanco y con falda ancha hasta la rodilla. Pasó la
Carmencita de los hermosos quince o dieciséis años, ¡no sé! . De pronto uno de
esos soplos o “resollos” de viento que tanto se dan en Galicia, cruzó la
pasarela y levantó la falda de Carmencita, dejando todo su hermoso piernero a
la vista de los Silvas maleducados que no saben cerrar los ojos cuando deben.
¡Dios mío! : Blancas y regordetas, ¡hermosas!, ¡divinas! y, como diría
cualquier pendejo, “las piernas que me recomendó el médico”.
La niña, avergonzadísima, se bajó la falda procurando cubrir
las desnudeces y chillando un poco, por cierto. El marino que caminaba tras
ella no hizo ni un gesto, ni un movimiento para ayudarla. En aquellos tiempos
uno no estaba claro de cómo se batía el cobre en las alturas.
Después que Carmencita entró en el barco, yo seguí con las
narices pegadas al ventanillo… “¡Carajo! “ Pensé: “Qué estoy haciendo?” Si
alguien me ve aquí, sabrá que miré lo que no debía”. Me aparté del mirador y me
senté, recordando las piernas de Carmencita. Carmencita Franco, luego marquesa
de Villaverde, jamás pensó, supuso o soñó que un galleguiño de la costa, la vio
en pantaletas. A veces los milagros se dan, y yo estuve siempre metido en donde
se hacen los milagros… Demasiadas veces y no siempre gratas.
(Wikipedia)
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